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Cuatro venenos de las plantas con los que damos sabor a la comida, y uno que hay que evitar

Así gozamos los seres humanos con la guerra química de las plantas contra el mundo

«La incesante batalla evolutiva entre los organismos y sus enemigos naturales ha sido comparada con la situación de la Reina Roja en A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, de Lewis Carroll. En la historia, Alicia se dio cuenta de que aunque corriera tan rápido como podía, en el mundo del espejo esto no la llevaba a ninguna parte. La Reina Roja le explica a Alicia: ‘¿Sabes?, aquí hace falta correr cuanto puedas para permanecer en el mismo sitio’. En la biología evolutiva, la hipótesis de la Reina Roja es la idea de que la guerra armamentista entre los organismos y sus enemigos naturales significa que ambas partes deben evolucionar continuamente solo para evitar la extinción». Esta guerra ha contribuido a escribir páginas gloriosas de la gastronomía.

El profesor de Ecología Evolutiva de la Universidad de Edimburgo Jonathan Silvertown describe en este pasaje de su último libro, Cenando con Darwin (Crítica, 2019), la eterna lucha de las plantas por sobrevivir en un mundo hambriento que las asedia. En su caso, la innovación es fabricar veneno para evitar que se las coman; en el de los animales, el objetivo es desarrollar maneras de comérselas a pesar de las defensas. Los seres humanos hemos ido más lejos: no solo damos cuenta de más plantas que nunca, sino que enriquecemos nuestra cocina con el sabor de estas sustancias tóxicas.

«Si hay alcaparras, rábanos, brócoli, col, berros o rúcula en el menú, o algún condimento como mostaza, wasabi o rábano picante en la mesa, entonces tu comida goza de los beneficios de una innovación clave en la guerra química entre las plantas y sus enemigos naturales», revela el delicioso libro de Silvertown cuando habla de los glucosinolatos. Se trata de un veneno casi exclusivo de las plantas de la orden de las Brassicales, a la que pertenecen las crucíferas, y que es tóxico para numerosos insectos, nematodos, hongos y bacterias.

El efecto venenoso de los glucosinolatos solo aparece cuando reacciona con una enzima que también está presente en estas plantas, a la espera de que se produzca una agresión. Cuando se mastican o se aplastan estos vegetales, la enzima es liberada y, al entrar en contacto con los glucosinolatos, libera isotiocianatos o aceites de mostaza. Estos son los responsables de los sabores amargos de las crucíferas, y también del picor de alimentos como la mostaza y el rábano picante. Además, «tienen efectos supresores de tumores en mamíferos y son benéficos para la salud humana», apunta el profesor.

Para el sofrito, ajo, cebolla y azufre

«Todas las hierbas y las especias tienen propiedades antimicrobianas», casi lo mismo que gran parte de nuestros platos típicos incluyen, o podrían incluir, ajo y cebolla. Estos alimentos del género Allium, al que también pertenecen los puerros, el cebollino y otras 500 especies, se defienden de sus enemigos con una serie de compuestos que contienen azufre. Las sustancias tóxicas que podrían matar a un pequeño insecto son todo un reclamo para nosotros; el veneno confiere a estos alimentos los aromas y sabores sin los que nunca habríamos disfrutado de un sabroso y saludable sofrito.

De nuevo, los compuestos sulfurados se forman en el momento de manipular los alimentos. En el caso del ajo, la aliina da lugar a la alicina cuando se corta o se machaca, momento en que se libera la enzima encargada de obrar la transformación. En el caso de la cebolla, hace falta una reacción más para que produzca el lagrimeo tan característico del bulbo. Así, en crudo, no resultan sustancias atractivas, pero trata de imaginar la gastronomía española sin ajo y cebolla… puedes agradecérsela a este veneno.

Las sutilezas del sabor en un jardín de aromas tóxicos

Los característicos aromas de las plantas de la familia de la menta, como la albahaca, el tomillo, el orégano y el romero, son fruto de unas moléculas que se llaman monoterpenos. Distintas combinaciones de diferentes monoterpenos producen aromas notablemente personales, incluso dentro de la misma planta. «Cualquier vivero razonablemente surtido ofrecerá variedades de menta con aromas a limón, manzana, geranio, jengibre, menta piperita, hierbabuena, etcétera», asegura el clarividente recorrido literario en el que Silvertown consigue que la evolución y la gastronomía se den la mano.

Si bien los científicos tienen claro que todas las hierbas y especias tienen propiedades antimicrobianas, por qué existe una enorme riqueza de olores en estas plantas aromáticas no es tan fácil de explicar. ¿Por qué no desarrollar una única molécula superpotente que acabe con todos los enemigos? La razón es que exponer al ambiente pequeñas variaciones genéticas permite a las plantas enfrentarse a muchos enemigos distintos. Pero también sucede que el trabajo de la evolución es gradual, lo que conlleva la aparición de numerosos pasos intermedios. Por ejemplo, el tomillo silvestre del sur de Francia aparece en seis formas distintas, y su aceite esencial está dominado por el alcanfor, igual que en España. En lo que respecta a la cocina, eso significa que el veneno de la menta es gloria en algunos postres; la hierbabuena le da un toque muy especial a ciertos potajes; marinar carne en tomillo y romero marca la diferencia en cuanto a la satisfacción de los comensales se refiere, y siempre habrá un hueco para experimentar con los matices que estas plantas aportan a nuestros platos.

La ardiente atracción por el veneno del chile

Por mucho que la ciencia pueda identificar más y más venenos que usamos para dar sabor a nuestros platos, hay una pregunta que no desaparece: «Desde el punto de vista evolutivo es intrigante que los químicos de las plantas que ahuyentan y envenenan a la mayoría de animales tengan el efecto exactamente opuesto en nosotros», plantea Silvertown. No deja al lector con la pregunta en el aire. Los responsables son los receptores TRP, que producen un impulso nervioso como consecuencia de estímulos como el calor, el frío, la presión y ciertas sustancias químicas, que, en combinación con los receptores olfativos, dan a las hierbas y a las especias su sabor característico. La mostaza, el wasabi y el rábano picante, lo mismo que el ajo y el jengibre, por ejemplo, estimulan el TRPA1, que produce un cosquilleo característico. El tomillo y el orégano «golpean con fuerza el TRPA1 y suavemente el TRPV1», que detecta el calor. Y si hay un veneno que produce calor ese es la capsaicina, que hemos llevado al plato con los chiles del género Capsicum.

La evolución no ha borrado la capsaicina del mapa porque protegía a las semillas de las plantas picantes de un hongo llamado Fusarium. Su ataque era más frecuente en los ambientes húmedos, ya que un insecto perforaba las simientes y abría un camino al hongo. La capsaicina también protege el futuro de estas plantas de otros hongos y de los roedores, pero es ineficaz contra el (para algunos) irresistible toque que su picante aporta a la comida. Aunque, bien mirado, es innegable que no somos inmunes a los efectos disuasorios de la capsaicina. «Si alguna vez has tocado una parte sensible de tu anatomía después de manejar chiles, sabrás que no solo los nociceptores [un tipo de células nerviosas que sienten el dolor] en la boca están equipados con receptores TRPV1. Esta también es la razón por la que la comida con chiles muy picantes quema tanto cuando entra como cuando sale de tu cuerpo», explica Silvertown.

El amargor de la patata, una señal peligrosa

Las patatas no siempre han sido el alimento universal que conocemos hoy, una omnipresencia que debemos a su domesticación. Las patatas silvestres eran venenosas, y era necesario someterlas a una complicada elaboración para poder consumirlas sin riesgo. Aún hoy, en altitudes peruanas superiores a los 4.000 metros, crecen patatas que contienen glicoalcaloides que las convierten en tóxicas. Todavía se procesan con un método tradicional que requiere aprovechar las heladas nocturnas para congelarlas durante días, para luego sumergirlas en agua todo un mes, para «lavar» el veneno. «Después son liofilizadas durante una noche, luego pisoteadas para sacarles el agua y, finalmente, se tienden al sol de 10 a 15 días». Así se obtiene el chuño, que puede conservarse indefinidamente.

Es mucho más sencillo deshacerse del veneno que aún producen las patatas que consumimos actualmente. Cuando el alimento se expone a la luz, el tubérculo produce los nocivos glicoalcaloides, que se concentran especialmente en la cáscara y las zonas limítrofes. Afortunadamente, es fácil saber si es posible que el proceso haya tenido lugar, ya que la piel de la patata produce clorofila en contacto con la luz. O sea, que es conveniente pelar concienzudamente las patatas que presentan una coloración verde. Respecto al sabor, baste decir que los glicoalcaloides son amargos, por lo que los aficionados a comer la patata con cáscara deberían desconfiar de sí mismos si perciben un inesperado toque amargo en sus platos; puede ser una señal de que no deben comerlos.

Fuente: elpais.com

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