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La ausencia en el gesto más humano

Siempre pensé que un abrazo era el gesto más sincero que podíamos regalar. No necesitaba palabras, ni explicaciones. Bastaba ese instante en el que dos cuerpos se encontraban para que el alma dijera: “Acá estoy, no estás sola”. Era refugio, era consuelo, era ternura. Un puente invisible entre dos corazones que no se podía fingir.

Cuando llegó la pandemia y nos arrebató ese contacto humano, muchos sentimos un vacío imposible de llenar. Se prohibieron los abrazos, se limitaron los encuentros, nos impusieron la distancia. Y yo creía, con ingenua esperanza, que cuando todo terminara, los abrazos regresarían con más fuerza. Que después de tanta ausencia, cada reencuentro iba a ser más profundo, más honesto, más necesario. Imaginaba que el aislamiento nos había enseñado a valorar lo que antes dábamos por sentado.

Pero me equivoqué.

La vuelta a la “normalidad” no trajo abrazos más cálidos, sino más fríos. No trajo cercanía, sino distancia disfrazada de contacto. Y ahí me di cuenta de algo doloroso: muchos abrazos hoy no son abrazos. Son un gesto vacío, una actuación social, un roce rápido sin emoción. Brazos que envuelven pero no contienen. Rostros que sonríen mientras los ojos se pierden en otro lado.

Lo que antes era un lenguaje del alma, se volvió un trámite. Un “hola” disfrazado de gesto afectuoso. Y en ese cambio descubrí algo mucho más profundo: que la pandemia no nos hizo mejores, sino más duros, más indiferentes, más egoístas. Pensé que íbamos a salir con más empatía, pero emergimos con más odio. Creí que íbamos a abrazar con más amor, pero terminamos vaciando hasta el abrazo.

Y entonces, ¿qué nos queda? Nos queda la nostalgia de aquellos abrazos que curaban, que sostenían, que transmitían lo que las palabras no podían. Nos queda la memoria de esos gestos verdaderos que hoy parecen en extinción. Porque cuando el abrazo ya no abriga, nos damos cuenta de que lo que se apagó no fue el contacto físico, sino nuestra capacidad de sentir de verdad.

El mundo necesita volver a abrazar de corazón. Necesita que dejemos de lado la indiferencia y volvamos a entender que un abrazo puede salvar, puede devolver la esperanza, puede ser lo único que le recuerde a alguien que la vida todavía tiene sentido.

Que el abrazo siga vivo. Que la empatía no se apague. Y que la frialdad nunca se vuelva costumbre. Porque un día, cuando necesitemos de verdad ese refugio, quizás descubramos que lo único que nos rodea son brazos vacíos.