Fue, con permiso de Juana La Loca, la reina más carismática de las Edades Media y Moderna. Adorada como icono feminista y reconvertida a «femme fatale» por una historia escrita por hombres, esta mujer culta supo disfrutar de sus dos grandes pasiones: el amor y la política.
La imagen más recurrente que tenemos de Leonor de Aquitania es la de Katharine Hepburn, vestida de escarlata intenso, en su papel de reina para la película de Anthony Harvey El León en Invierno (1968). Sucede en una Europa medieval de la segunda mitad del siglo XII, concretamente entre Francia e Inglaterra y es la historia de una crisis dinástica. La película comienza con una actividad imprescindible para sobrevivir en cualquier época violenta: un entrenamiento de lucha entre Enrique II, rey de Inglaterra, y su hijo, dicen que favorito, Juan sin Tierra, el hermano neurótico que usurpa el reino al cruzado Ricardo Corazón León en las aventuras de Robin Hood. Tras la “pelea”, Enrique se dirige hacia Aelis, su joven amante, que le espera cantarina en un bucólico paisaje con estética del siglo XIX; recordemos que en esta época reciente surgió una fuerte admiración por la Edad Media.
La conversación entre la pareja versa sobre los hechos que desencadenarán la trama: Enrique II, interpretado por Peter O’ Toole, se prepara para una agitada reunión familiar con motivo de las fiestas navideñas. El fin último es tratar asuntos “de Estado”, aunque éste no se considerará como tal hasta siglos después, y para ello, necesitará liberar temporalmente a la reina, esposa y madre de sus hijos, tras diez años de cautiverio en la torre de Salisbury. La intriga está servida: ¿qué se podría decir de una mujer de setenta años que ha sido recluida durante dos décadas por su segundo marido en un castillo, además de que le gustaba la música y la poesía y que fue la promotora de la idea del amor como ahora lo conocemos en occidente?
El actor irlandés Peter O’Toole como Enrique II y Katharine Hepburn en ‘El León en invierno’.
Así podría comenzar la leyenda negra de Leonor de Aquitania. Cuando siendo una niña, en 1137, la entregaron en matrimonio al futuro rey de Francia, Luis VII, de no más de dieciséis años. El galán se encontraba a la cabeza de un territorio dividido entre grandes y pequeños barones, propietarios todos. Un juramento feudal los unía paradójicamente a través de una extensa malla tejida de derechos y deberes recíprocos. En esta situación, muy diferente al Estado centralizado como ahora lo podamos entender, el rey no era un soberano, sino más bien un árbitro y un símbolo. Se basaba en el poder moral que la coronación le confería, para resolver los conflictos que pudieran surgir entre los nobles que le rendían vasallaje. Estos podían llegar a tener tierras mucho más valiosas que la suya, como por ejemplo el ducado de su mujer, la Aquitania, diez veces más grande que la Îsle de France, el total de lo que él poseía cuando se casaron. Pero vayamos a Aquitania, al sur.
Allí vivió su infancia Leonor al amparo de la alegre corte familiar. Su abuelo, Guillermo IX, hombre relevante en la cultura como creador del movimiento de los trovadores, dicen que poco caso hacía a la moral eclesiástica de la época; las malas lenguas hasta le acusaban de poseer un harem. Pero la verdad es que tenía una corte espléndida donde las mujeres jugaron un papel fundamental como centro del amor cortés. “Es en la alta sociedad donde la condición femenina empieza a emerger de su sumisión” aclara George Duby. Podríamos decir que el abuelo fue un protofeminista, si en aquel entonces se hubiera acuñado ya el término, en una sociedad tan misógina como la medieval, donde el conocimiento estaba en manos de clérigos, que habían decidido vivir alejados de lo femenino y denostarlo. Las mujeres eran un misterio en general; provocaban instintos en los hombres, pensaban, que no siempre podían controlar y eso era peligroso. Aristóteles, filósofo de la Antigüedad y referente medieval, pontificaba: “la mujer es un hombre incompleto”. Y más tarde, con Leonor ya fallecida, en el siglo XIII, Tomas de Aquino, llegaría a decir: “Tal como dicen las escrituras, fue necesario crear a la hembra como compañera del hombre; pero como compañera en la única tarea de la procreación, ya que para el resto el hombre encontrará ayudantes más válidos en otros hombres.”. Con este ruido de fondo, llegó una heredera adolescente a la fría corte del norte, a París, para sufrir un gran choque cultural. A pesar de que, según George Duby, el rey Luis VII “ardía con un amor ardiente por la jovencita”, él y su mujer eran tan diferentes como sus estados. Mientras los franceses se ocupaban con la teología, los aquitanos del sur disfrutaban de los placeres civiles, “a la romana”. Cuentan que Leonor les llevó a París los juegos de la corte, una especie de ‘beso, verdad , consecuencia’, los corpiños y los escotes, además de la moda de rasurarse la barba; a la que el rey al principio se resistió, para terminar cediendo. Y así como hizo con la imagen, claudicó de nuevo al expulsar a su madre de la corte, que una vez viuda intentaba influir en el hijo todo lo que no había podido influir en el marido. Por otro lado, la joven reina despertaba algunos recelos: no admitía el rol que la monarquía feudal esperaba de ella, el de la mujer que provee.
Las dos hijas del matrimonio tardaron ocho años en llegar. Según Bernardo de Claraval, eclesiástico propulsor del Cister, esto fue un castigo “divino” por los enfrentamientos que la pareja se traía con el ducado de Champaña. Petronila, la hermana quinceañera de Leonor, se había enamorado de un primo del rey casado y bastante mayor, para la época medieval; a la manera del amor prohibido entre el intelectual Abelardo y su pupila Eloísa, que estaba tan de moda. Este idilio generó, según algunas versiones, una enemistad entre la pareja real y el tío de la mujer despechada , que era nada más y nada menos que el conde de la próspera región de Champaña y por supuesto vasallo del rey. En 1144 el asunto se volvió realmente turbio; culminando en tragedia cuando, en un arrebato, Luis VII ordenó la quema de una iglesia con trescientas personas dentro, donde todas fallecieron. Para limpiar su imagen, el abad Suger, creador del arte que hoy conocemos como gótico y mentor del rey, recomendó la marcha inminente a la Segunda Cruzada, a modo de penitencia. Dice Guillermo de Newburgh, monje inglés, que Luis se llevó a Leonor al viaje porque era celoso, y estaba embelesado ; que otros nobles se llevaron de esta manera a sus esposas, con sus damas de compañía, y que estando la comitiva llena de mujeres no se dio una imagen del todo casta por lo que la cruzada fracasó. La leyenda negra también acusa a Leonor de haber tenido relaciones incestuosas con su tío Raimundo, al llegar a Antioquía, aunque esto tenga poca base. Con él, pasaba supuestamente “demasiado” tiempo maquinando cómo entrar y salir de Jerusalén, ante la impasividad de un Luis VII que estaría a otras cosas. Gracias a la correspondencia que se conserva entre el rey y el abad Suger sabemos que las diferencias entre los dos cónyuges fueron más de corte político que sentimental y que el adulterio fue una calumnia que así quedó en la historia escrita por los franceses.
Aubry des Trois Fontainces, cronista cisterciense, dice que la reina “carecía de esa contención que tan bien sienta a las esposas”, y a esa misma conclusión había llegado, con el tiempo, su propio marido. Trás muchos avatares, en marzo de 1152, Leonor consiguió el tan deseado divorcio, y sin riesgo de excomunión, lo que hubiera podido significar el ostracismo social entonces. Haciendo de la mejor abogada de sí misma, estudió la teoría matrimonial y alegando un grado de consaguinidad prohibido, además de la falta de un heredero varón al trono, abandonó París hacia nuevos derroteros. La sorpresa no tardó en llegar. Dos meses después, en mayo de ese mismo año se estaba casando en segundas nupcias con Enrique II Plantagenet: rey de Inglaterra, duque de Normandía, conde de Anjou, vasallo de su exmarido, y el futuro carcelero de esta historia. Él tenía dieciocho años y ella veintiocho. El padre, Godofredo Plantagenet, le había dicho a su hijo antes de la boda: “No te cases, es la mujer de tu señor y además tu padre la ha conocido en la cama “. Pero la fama de seductora de Leonor y los territorios que la acompañaban fueron irresistibles para un joven y ambicioso Enrique. En esta ocasión, dicen, Leonor sí que estaba enamorada. Según Guillermo de Newburgh, en la madurez de la treintena, ella misma había afirmado que esta nueva pareja le convenía más a su persona. Enrique no carecía de atractivo. Era guapo, culto, y participaba del movimiento de los trovadores como no lo había hecho Luis.
Ambos, como cómplices, compartieron múltiples viajes a través de los territorios feudales que poseían. Llegaron a equipararse incluso con la heroica pareja del rey Arturo y la reina Ginebra. En un alarde de romanticismo y estrategia política, perteneciendo, según ellos, a este linaje imaginario, emularon con orgullo de clase la corte glamurosa y cultivada que en el mito se describía. Leonor se convirtió así, bajo un cielo inglés de niebla, en lo que se consideraba una “buena esposa” : entre los 29 y los 34 años le dio cinco hijos al rey, el sexto cuando ya contaba con 41 años de edad. Este niño sería Juan sin Tierra. Pero con el paso del tiempo, Enrique perdió el interés por su flamante esposa, por muy icónica que fuera. Terminó enamorándose de Rosamunda Clifford, una mujer frívola y coqueta, según las fuentes –aunque lo mismo dirían de Leonor-, a la que regaló el castillo de Woodstock y con la que se exhibía en público ya desde antes, incluso, del nacimiento de Juan, el benjamín. Leonor se refugió entonces, dicen que, en una vida epicúrea, con la animada corte de Poitiers como telón de fondo. En este centro de poesía y de la vida caballaresca de la época, participó junto a otras nobles en los entretenimientos o “tribunales del amor”, que Andrés el Capellán, próximo al rey de Francia, recopilaría en su partidista “Tratado del Amor”, escrito después de 1184. Se trataba de asambleas para mujeres, prefiguración de los grupos de amigas actuales, donde se debatía sobre las relaciones de pareja y las conductas de los hombres, llegando incluso a dictar sentencias. “La nueva forma de relación entre los sexos que es el amor en occidente”, dice George Duby surgió así del ocio “patricio”, como un juego. En la distancia y el despecho, Leonor disfrutaba de los placeres de vida, pero no había olvidado ni por minuto los derechos de sus hijos sobre el “ imperio angevino “.
Enrique II y Leonor de Aquitania con Aelis, la mujer que reemplazó a Leonor en el corazón de Enrique.
De hecho, había invertido su tiempo en influenciar a estos en contra del padre, cual Gea de Urano. Enrique se comportaba como un déspota que, por otro lado, no era nada perspicaz, y esto supuso que su pueblo y su familia se sublevaran contra él. En medio de un juego de tronos con múltiples implicados, Leonor perdió y fue apresada en su intento de huida a Francia, adonde se dirigía a pedir asilo a su exmarido, disfrazada de escudero. Lo que era escandaloso y amoral en la época ya que las mujeres tenían prohibido vestirse de hombres. Corría el año 1175. Las tropas inglesas la trasladaron primero al castillo de Chinon y, posteriormente, la encerraron en la torre de Salisbury, la que sería su residencia habitual durante dos décadas. Todavía hoy se puede ver el enorme cráter con césped que rodea al extinto lugar del castillo de Old Sarum, nos explica Régine Pernoud. Con cincuenta años, su vida de reina y su vida de mujer se alinearon dramáticamente, para finalizar al mismo tiempo. Las ambiciones políticas y los afectos disminuyeron. Durante la reclusión, Leonor mantuvo una actitud positiva; aún sin saber lo que le deparaba el futuro prefirió no encerrarse a ser egoísta y mantener su interés de reina por los problemas de la época. Su curiosidad inteligente y su amor por las letras la ayudaron mucho. En las cuentas reales aparecen curiosos regalos de Enrique, como un lujoso vestido escarlata con petigrís, una ardilla muy estimada en peletería, o una silla de montar dorada. Sabemos que, en alguna ocasión, pudo desplazar su residencia a otros castillos, a Nottinghamshire o Berkshire. Y que hubo diversas reuniones familiares con motivo de la Pascua o la Navidad, como se ve en la película de Anthony Harvey. Pudo asistir al nacimiento de uno de sus nietos y en 1183 le permitieron la visita de su hija Matilde para compartir el duelo por la muerte de Enrique el Joven, el heredero al trono que falleció después de un sueño premonitorio de su madre donde lo vio yacer inmóvil con la corona de Inglaterra puesta.
Otro instante de la película, de 1968.
A modo de penitencia dicen que la reina se desprendió de todo lujo a excepción de una sortija, que se le quedó enganchada en el dedo, y que pidió perdón por sus pecados. No sabemos cuáles. En dos décadas de encierro, la reina vio partir a su rival Rosamunda, que moriría a los seis meses de su captura, por lo que no la pudo asesinar como dicen. Enrique comenzaría entonces una relación con Adelaida, la hija del rey de Francia que, siendo enviada a Inglaterra para casarse con el hijo, Ricardo Corazón de Léon, acabaría seducida por el padre. Nunca contraerían matrimonio y la princesa terminaría “semiprisionera” durante otros veinte años. Entre 1183 y 1184, con un rey de cincuenta años cansado, envejecido por los excesos y que no se sabía dominar, cuyo aspecto exterior descuidado reflejaba claramente su interior, la reina pasó algunos meses de medio libertad, vigilada. La liberación total llegó en 1189, muerto Enrique y con Ricardo Corazón de León, el hijo mayor y predilecto de Leonor, como heredero. Ella cumplía sesenta y siete años y llevaba treinta y cinco como reina de Inglaterra. Salió fortalecida de la soledad. Rápidamente se integró en política haciendo uso de todo lo aprendido durante el confinamiento y recorrió el reino a caballo solucionando los abusos de poder de su esposo: eliminó multas y castigos y libró a los habitantes de los bosques de pagar derechos injustos. Con el tiempo se convertiría en una reina liberal, que distribuiría franquicias y bajaría impuestos a los burgueses en ciernes. Pero la economía inglesa sufrió un duro revés a la vuelta de Ricardo I de la Tercera Cruzada. La mala suerte hizo que fuera capturado por el duque Leopoldo V de Austria, en el Adriático, a la altura de Trieste y se pidiera por él un cuantioso rescate. Leonor que se había quedado como regente en Inglaterra, fue la encargada de conseguir el dinero. El rey, tercer confinado de esta historia, pasó así un año entero, esperando, de fortaleza en fortaleza. Dicen que como su madre hiciera, Ricardo superó esta etapa con buen humor y dignidad regia, aprovechando para escribir y componer.
Leonor, cómo no, consiguió su objetivo movilizando a todo un reino. Con setenta años, cruzó el canal de la Mancha cargada con cien mil marcos de plata de Colonia y doscientos rehenes que suplirían a otros cincuenta mil marcos que se satisfarían más adelante. El total de los ciento cincuenta mil correspondían más o menos a unos treinta y cuatro mil kilogramos de plata fina, casi dos veces y media la producción anual del Reino de Inglaterra, para rescatar a su hijo más afín. El destino le jugó una mala pasada, no obstante, porque Ricardo murió tan solo cinco años después, y de la manera más tonta: una herida de flecha mal curada tras el ataque de un súbdito indignado. Empezó así la época de Juan Sin Tierra y todo lo que supondría. Durante los últimos años de su vida, Leonor residió por voluntad propia en Fontenevraud, la prestigiosa abadía de mujeres. Allí compartió parte del retiro con una de sus hijas, huida de un marido maltratador. Su último gran viaje o misión fue precisamente a España. Con casi ochenta años llegó hasta “algún lugar” de Burgos para recoger a su nieta Blanca de Castilla y llevarla hasta París, para casarse con el futuro rey de Francia, otro capeto, como ella misma hiciera. Así dio por terminada su vida de reina Leonor, como empezó. Alejada al fin de las intrigas políticas que le habían ocupado toda una vida, murió con ochenta años. Dos hijos completamente opuestos la sobrevivieron: la estimada reina Leonor Plantagenet, que junto a su marido Alfonso VII creó una corte magnífica como las de antaño en Aquitania, y el ciclotímico Juan Sin Tierra que desencadenó cual Paris de Troya una Guerra de Cien Años por una hermosa mujer, Isabel de Angulema. Junto a Enrique, su carcelero, permanece hoy enterrada Leonor, la dos veces reina además de heredera y madre de reyes, en un sepulcro a su altura. En él, se esculpen dos estatuas: la del esposo que yace simplemente y la de ella, que quiso pasar a la historia leyendo un libro. ¿Qué mejor manera de ser recordada?
Fuente: www.elpais.com
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