¿Por qué nos resulta tan difícil negarnos a algo? La negación es uno de los primeros mensajes que aprendemos a comunicar y, sin embargo, uno de los que más nos cuesta transmitir y comprender.
Por qué nos cuesta tanto trabajo decir “no”, sobre todo en momentos en los que queda claro que hacerlo nos podría sacar de un aprieto? El saber decir “no”, sus implicaciones y lo que la negación expresa en cada una de las situaciones son retos que hemos de confrontar en las distintas etapas de nuestro desarrollo. Así lo muestra el filósofo Wilfried Ver Eecke en su libro Diciendo no, con el ejemplo de los niños pequeños que hacen exactamente lo contrario de lo que se les pide y los padres a los que se les escucha decir: “Nuestro hijo es un verdadero diablillo”. Un comentario ante el que no es infrecuente la respuesta: “Si no lo es ahora, cuando crezca no se convertirá en su propia persona”. ¿Por qué los críos dicen tanto “no”? Una razón es que lo oyen mucho. Joan Manuel Serrat lo resalta en Esos locos bajitos: “Niño, deja ya de joder con la pelota, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca”. Realmente no toleran ser forzados a la pasividad, expresan su oposición y una vez que desarrollan la capacidad de emitir sus propios juicios —con la posibilidad de decir “sí” o “no”— pueden discutir y negociar. El “no” de los pequeños es un signo de reciedumbre.
Otro ejemplo que señala Ver Eecke es cuando los jóvenes se rebelan y los mayores, en lugar de adoptar una actitud conciliadora con las manifestaciones de negatividad de los adolescentes, se ofuscan diciendo que los jóvenes “no tienen nada mejor que hacer con su tiempo”. El filósofo cita otro caso, común entre adultos, cuando en un evento social nos presentan una bandeja con bebidas alcohólicas y las rechazamos enfáticamente con un gesto de la mano por el hecho de que hemos de conducir un vehículo después de la reunión. En realidad, no solo se trata de una cuestión de fuerza de voluntad individual. Podríamos especular que en este caso sería posible aumentar la fortaleza del individuo para poder decir “no” si el resto de la colectividad hiciera hincapié en la importancia de no conducir bajo los efectos del alcohol. En ejemplos como estos observamos el beneficio de decir “no”.
Sin embargo, hay otras circunstancias en las que la voluntad de decir “no” se debilita, nos confunde y nos sitúa en lo que el filósofo Albert Camus llama “entre el sí y el no”, como cuando nos cuesta trabajo decidir si nuestras propias sospechas están fundamentadas o nos es difícil distinguir entre la fantasía y la realidad. Sigmund Freud lo trata en su ensayo titulado La negación, en el que propone que esta puede ser más reveladora que una observación afirmativa, como cuando alguien dice: “La mujer en mi sueño no es mi madre” y nos da la clave de la verdad esencial que ha sido reprimida: en realidad se trata de su madre. Freud concluye que la dificultad de decir “no” deriva del hecho de que en el inconsciente no existe dicho concepto.
El “no” nos remonta a los orígenes del lenguaje, es quizás uno de los primeros mensajes que comunicamos. El psicoanalista y pionero en estudios del desarrollo Rene A. Spitz, en su libro No y sí: sobre la génesis de la comunicación humana, propone que a partir del momento en el que el recién nacido, con un movimiento de la cabeza, logra distanciarse del pecho materno, se produce la primera manifestación de la negatividad. El equivalente de esta expresión se observa en el adulto cuando gira la cabeza de un lado al otro para indicar negación. Decir “no” nos remite también a los antecedentes míticos de nuestra cultura —Adán y Eva lo desafiaron, Edipo lo transgredió— y nos confronta con la necesidad de tener que aceptar que hay límites. Al hacerlo, nos adherimos a la ley que rige la vida comunitaria. El psicoanalista Jacques Lacan centra sus teorías en este principio fundamental y sostiene que es precisamente la aceptación del límite impuesto por la negatividad lo que nos permite funcionar dentro de la realidad. El “no” afirma nuestra individualidad, distingue lo que no somos de lo que somos y opera como el negativo de una fotografía, sin el cual no existiría esta. Paradójicamente, la negatividad tiene un efecto afirmativo. Los brazos de la Venus de Milo son un ejemplo: al no estar presentes en la estatua, acentúan su identidad.
Entonces, ¿cómo explicar la dificultad que frecuentemente enfrentamos al no poder decir “no” en la vida cotidiana, en el trabajo, o de decir “no” al sexo cuando alguien lo demanda, o “no” a Internet? Lacan lo relaciona con el reto que representa aceptar el límite y sus consecuencias. Es importante considerar que en esos momentos en que la capacidad de decir “no” se debilita y nos paraliza —nos hace temer el rechazo, anticipar que perderemos el empleo o la estima de la persona a quien le negamos algo—, quizá se ponen en juego mecanismos inconscientes de represión. A pesar de que evidentemente existe la posibilidad de que ocurra lo que tememos, ¿hay alguna manera de que podamos facilitar ese “no” si estamos convencidos, pero no nos atrevemos? En esas encrucijadas es esencial detenerse a considerar las consecuencias de lo que realmente queremos, para poder aceptarlo intelectual y emocionalmente y poder actuar en coherencia con nuestra voluntad si fuese necesario decir “no”.
Fuente: www.elpais.com
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