La multipremiada artista australiana lleva 22 años casada con el guionista y dramaturgo Andrew Upton. Historia de un amor que comenzó mal pero terminó bien
«La suerte de la fea, la linda la desea» solían repetir las bisabuelas. Y algo de ese dicho, pero traspolado a un hombre se piensa cuando uno observa la imagen de Andrew Upton junto a su impactante esposa, la bellísima Cate Blanchett. Porque si nos guiamos por los parámetros o preconceptos de belleza occidentales, objetivamente Upton es un hombre poco agraciado, casi nada apolíneo, apenas atractivo, o sea y resumiendo Upton es un tipo bastante feúcho. Tanto que si se googlea su nombre junto a la palabra husband (esposo en inglés) el buscador lo autocompletará con la palabra… feo.
Cate, en cambio, con sus rasgos marcados y mirada felina es de esas mujeres que cuando aparecen «parten la tierra». Sus rasgos físicos sumados a un porte y elegancia innatos, parecen tan inalcanzables que ya no despiertan envidia sino admiración. Al verlos, la mayoría de la gente se pregunta qué hace esa «diosa» al lado de semejante mortal o cómo hizo ese tipo para enamorar a tamaña reina. La historia se pone más interesante cuando uno se entera que Andrew y Cate llevan 20 años casados y ella considera que junto con sus hijos es «lo mejor de su vida».
Blanchett no tuvo una infancia fácil, aunque el romance de sus padres fue de película. Su mamá, June era una maestra australiana y su padre, Robert un suboficial texano de la marina de los Estados Unidos. Parecía que sus destinos no se cruzarían jamás pero nunca digas nunca. Robert se embarcó con destino a Asia y, en plena travesía, el barco tuvo algunos desperfectos mecánicos y tuvo que atracar en Melbourne. Mientras esperaba zarpar, aburrido, el texano decidió dar un paseo por los alrededores y en su caminata vio a una maestra cruzando la calle con un grupo de alumnos. No se sabe si fue su sonrisa o su belleza, su amor a los chicos o lo que sea. Lo cierto es que el marino se enamoró de la maestra, pidió la baja, se instaló en Australia y se casó con ella. Robert se reconvirtió en un exitoso ejecutivo de publicidad que jamás le pidió a su mujer que dejara su pasión: la docencia. El matrimonio tuvo tres hijos: Genoveva, Bob y la del medio: Cate. Todo transcurría más que bien, la familia no atravesaba problemas económicos, los esposos se amaban, amaban a sus hijos y cada uno trabajaba en lo que le gustaba.
Cuando Cate cumplió 10 años su padre se marchó a trabajar, como todas las mañanas. Ella entretenida no lo despidió con un beso, pero pudo contemplarlo desde la ventana. Esa tarde, su madre los reunió a los hermanos y destrozada por la pena les dijo que su padre acababa de morir por un infarto. Cate supo que su infancia se despedía para siempre de un modo cruel y doloroso. No haberse despedido de él fue algo que la marcó de por vida. «Por eso yo nunca me olvido de decir adiós a nadie. Podría ser la última vez».
June se encontró viuda y a cargo de tres niños pequeños. Amaba la docencia, sin embargo el sueldo no alcanzaba para mantener el nivel de vida al que estaban acostumbrados. Sus hijos habían perdido a su padre y ella no permitiría que perdieran nada más, dejó a un lado su tarea docente y comenzó a trabajar como agente inmobiliaria. Pero June llevaba la docencia en el alma y trabajar en algo que no le gustaba pero le redituaba, le provocaba una pena muy grande que disimulaba, pero se filtraba en su mirada. Cate creció viendo a esa madre amorosa y valiente pero también triste por la encerrona en la que la había colocado la vida. Decidió que ella no repetiría la historia. Se prometió que jamás se enamoraría ni tendría hijos. Viviría libre, sin compromisos, ni ataduras o responsabilidades.
Cuando terminó la secundaria se inscribió para estudiar Economía, quería una profesión que le diera estabilidad e independencia económica. Luego del primer año de estudios y una carrera «ni» (ni le gustaba, ni la detestaba), decidió tomarse un año sabático. Estuvo un tiempo en Inglaterra y cuando se le venció su visa de turista viajó a Egipto para renovarla. En El Cairo, un productor le preguntó si quería trabajar de extra en una película. La rubia aceptó, al terminar de rodar tuvo una certeza: jamás sería economista, actuar era todo lo que quería para su vida.
Volvió dispuesta a cumplir su pasión, sin dudarlo se anotó en el Instituto Nacional de Arte Dramático de Sidney. Comenzó a participar en distintas obras de teatro, filmó una película y la convocaron para actuar en dos series de la televisión australiana.
En ese camino la incipiente actriz se cruzó varias veces con el guionista Andrew Upton. La primera vez que se vieron más que un flechazo de Cupido sintieron un piedrazo de Eris, la diosa de la discordia. A él, ella le pareció una actriz vanidosa, gélida y displicente. A ella, él le pareció un guionista engreído, feo y desagradable. Lo único en común era que se detestaban. Por cuatro años y para alivio de ambos, no se volvieron a cruzar.
A medida que Cate tenía más y más propuestas de trabajo afianzaba más su decisión de no enamorarse y mucho menos formar una familia. Pero «nunca digas nunca». En una fiesta volvió a coincidir con Andrew, en medio de la velada se organizó una partida de póker y ambos no pudieron reprimir la mirada de disgusto cuando les tocó jugar juntos. Pero el póker es un juego donde, más por habilidad que por azar, el que parece tenerlo todo a veces no gana y el que parece no tener nada, se impone. Comenzaron la partida detestándose pero la terminaron atrapados. Ella lo premió con un beso, él la invitó a caminar por la playa. Amanecieron juntos, fue entonces que Cate la mujer que descreía del amor, descubrió que de la noche a la mañana –literalmente- se había convertida en una devota creyente de los amores eternos. Supo que en la vida, como en el póker no era tan importante el azar sino tomar las decisiones correctas. Él le propuso matrimonio solo 20 días después de ese paseo por la playa. «Le respondí que sí inmediatamente. Simplemente, sabía que era lo correcto. Por supuesto que era un riesgo, ¿pero qué relación de pareja no lo es?».
Desde entonces la pareja está unida, tuvieron tres varones, Dashiell, Roman, Ignatius y adoptaron a una niña, Edith. La familia reside en una mansión en Hunter Hills uno de los mejores barrios de Sydney. En su casa, la Blanchett no es la estrella de Hollywood sino una mujer que como tantas otras intenta organizarse para equilibrar su trabajo con su rol de mamá. Aunque puede trabajar cuando quiere y donde quiere, coordina las filmaciones para no pasar más de cinco días sin ver a su familia. «A mis hijos les importa un comino que interprete a Lady Macbeth o a una lesbiana. Lo único que quieren es que les prepare la cena y les ayude a hacer los deberes».
Los años con Andrew, lejos de degastar a la pareja los unieron más. Ambos comparten la misma cuenta de correo electrónico, ella lee todos los mails de su marido no por desconfianza, sino porque él no soporta hacerlo. Además realizan la codirección artística de la Compañía de Teatro de Sidney y son dueños de la productora Dirty Films.
Cuando le preguntan cuál es el secreto de su matrimonio responde sin dudar: «Tengo la suerte de tener un marido que me apoya en todo porque comprende lo que hago. Estamos perdidos el uno sin el otro» y agrega «nos reímos mucho en cualquier circunstancia porque vemos el absurdo donde los demás ven drama». Nada mal para una mujer que descreía del amor y sin embargo terminó casada y feliz con el hombre que detestaba…
Fuente: www.infobae.com
Add Comment