Sociedad

Un extraño se parecía tanto a mí como un gemelo, y eso solo fue el comienzo

De cómo un test genético de la empresa 23andME reveló un secreto familiar

Estaba dormida cuando mi identidad estalló. Era la mañana de un viernes del año 2019, me desperté en Brooklyn para ver un correo electrónico de un tipo de Florida que decía: “23andMe dice que eres mi media hermana. Estoy muy confundido. ¿Puedes llamarme, por favor?”.

Mientras miraba su foto de perfil, vi que parecíamos gemelos. Incluso teníamos el mismo hoyuelo en la punta de la nariz. Habíamos nacido con un año de diferencia cinco décadas antes. Me había hecho una prueba de 23andMe el año anterior.

Al marcar su número, sabía que no íbamos a empezar con un charla trivial. De hecho, tardamos medio minuto para empezar, con torpeza, a hacer conjeturas: mi amado padre debió haber tenido una aventura con la madre de este hombre. Sin embargo, a las pocas horas, ambos habíamos hablado con familiares que nos contaron el secreto que habían prometido a nuestros padres llevarse a la tumba: nuestros padres habían sido infértiles, y nosotros habíamos sido concebidos con esperma de un donante. El donante había sido un residente del Hospital de Yale New Haven, donde los científicos eran pioneros en la inseminación intrauterina.

Había conocido muchos secretos de mi familia, pero esta vez el secreto era yo. Nada había cambiado, pero todo era diferente. Mi familia seguía siendo mi familia, y mis queridos padres habían fallecido hace tiempo, lo que hacía que esto fuera un poco menos complicado. No obstante, tendría que revisar el manuscrito final de mi vida. Como escritora, no me gustaban los cambios a gran escala.

Sin embargo, mi nuevo hermano biológico (a quien registré de inmediato en mi teléfono como “HB”) y yo estábamos en contacto constante, chapoteando confundidos en nuestra nueva piscina genética. Con mi crianza como hija única y solitaria, me sentí entusiasmada. Tras unirnos al grupo de Facebook titulado “Nos concibió un donante”, aprendimos el término “dermanos”: hermanos que nacieron de donantes.

No podía explicar por qué este desconocido era digno de mi adoración feroz o de mi mirada atenta, pero mi ADN parecía codificado con instrucciones claras: “Mirar de manera fija. Conectarse. Consolidar”.

Esto era tan absorbente como un nuevo amor, pero esta vez el objeto de mi afecto parecía una foto generada por aquella aplicación que muestra cómo te verías si tu género fuera el opuesto. Nunca había visto mi rostro en el cuerpo de otra persona. Creé un álbum titulado “HB” en mi teléfono y me pasé haciendo acercamientos a su cara durante mis viajes al trabajo.

Puse un sonido de “polvo de estrellas” para sus mensajes, un guiño a la canción de Joni Mitchell que tenía en constante repetición: “Somos polvo de estrellas, somos dorados… Y tenemos que volver al jardín”.

Antes de la aparición mi ‘dermano’, había estado anhelando una conexión, salí a medias con un viudo que conocí por internet. Ahora, enamorada de mi pariente vivo más cercano, no tenía mucho margen para el romance (y resultó que el viudo tampoco).

Cuando HB vino a mi ciudad, la mesera del restaurante donde estábamos almorzando me preguntó si éramos hermanos, y mi corazón dio un vuelco.

El diagrama de la doble hélice es una escalera de caracol codificada por colores con peldaños de base química. Todos los días me subía a ella y me columpiaba, explorando, boquiabierta. Los cromosomas son las cosas más pequeñas y enormes del mundo. Si crees en la teoría de la crianza, no tienen importancia (como proclamaron con seguridad muchas personas inteligentes que me quieren: “¡Solo es esperma!”). Pero si crees en la teoría de la naturaleza, son lo más importante de todo.

Yo creo que son las dos cosas, aunque ya había quedado atrapada en mi propia obsesión cromosomática. Al final, ya no estaba sola; mi nuevo hermano estaba allí.

Enseguida, HB quiso encontrar a nuestro donante, al que nos referíamos como “nuestro padre”. Después de diez semanas de búsqueda genética a través de una línea de primos segundos en 23andMe, HB llegó a nuestro santo grial. Nuestro padre estaba vivo. Era un obstetra retirado que vivía en Nashville. Tenía 79 años y buen aspecto. Su nombre era Frank. Tenía rostro amable. También se parecía mucho a nosotros. Su nombre bien podría haber sido “Gen”.

Frank estaba casado y tenía dos hijos mayores y una hija. En Facebook, también los observamos con detenimiento.

Decidimos escribirle a Frank una carta conjunta, pero mi corazón se encogió cuando nuestro primer conflicto como hermanos se desarrolló en los comentarios que hicimos en las revisiones de nuestros borradores. Mi enfoque era sincero y detallado; el de HB era alegre y breve. Ambos queríamos lo mismo, una respuesta, pero nos aferrábamos de manera obstinada a nuestras propias estrategias. Cada uno de nosotros temía que el estilo del otro nos llevara al silencio o, peor aún, a una carta de cese y desiste, como suele ocurrir. Un rechazo tan cósmico habría sido intolerable, y yo, de antemano, me puse furiosa con nuestro padre por su posible rechazo.

Finalmente, le dije a HB que se limitara a enviar su versión y no me mencionara. “No es mala idea”, dijo. “Yo me encargaré del contacto y, si no responde, no puedes tomártelo como algo personal”.

Pero al excluirme de la carta me sentí sola una vez más, culpable por haber abandonado nuestro esfuerzo conjunto, y también aterrada de que HB desapareciera ahora. “Todo esto se desmorona sin él”, dije, sollozando, en el diván de mi terapeuta.

Tres semanas después, HB recibió una carta redactada con atención y esta venía con membrete del buen doctor. Era empática y respetuosa. Decía que estaba abierto a una mayor comunicación, así que él y HB concertaron una llamada. En cuanto colgaron, HB me llamó.

“Cerré los ojos y dejé que su voz me inundara”, me contó. Como padre primerizo, estaba nervioso de una manera poco habitual. “Fue como cuando los bebés reconocen la voz de sus padres. Como la forma en que reconocen su olor”.

En su conversación, también le habló a Frank de mí.

Cuando Frank y yo hablamos unos días más tarde, oí el mismo timbre de voz masculino en su voz. Con lápiz y papel en mano, le pregunté y me respondió. ¿Sus intenciones? Claro, había querido ayudar a las parejas infértiles y formar parte de la ciencia, pero también necesitaba los 25 dólares por “espécimen vivo”. No, no se había presentado ningún otro vástago. Sí, se había estado preparando para una carta como la de HB, pero aun así le había costado trabajo responder. No, nunca había pensado mucho en los posibles resultados de sus donaciones. No, no habría donado si no hubiera sido anónimo.

De alguna manera, Frank era humilde y estaba lleno de la autoestima de un profesor emérito, pero sobre todo parecía orgulloso de que sus genes se hubieran desarrollado bien. Me gustó su combinación de seriedad y dulzura.

No hay un plan de acción para esto, pero creo que encontraremos el camino”, dijo.

En mis notas, esa frase merecía un doble subrayado.

Después de colgar, no sabía qué hacer. Hacía calor y había humedad, y me adentré con mis pantalones cortos y mi camiseta en el estrecho de Long Island como si me bautizaran o renaciera, sin tener en cuenta las algas que se pegaban a mi piel. Floté. Me sentí primitiva.

Entonces Frank nos invitó a su casa de Boca Ratón para pasar un fin de semana. HB y yo nos alojamos en el mismo hotel cercano pero, debido a los horarios de viaje, llegué sola un día antes y me reuní con Frank en su departamento. Cuando cruzó la habitación, bronceado y sonriente, sentí la misma atracción magnética que había sentido con HB.

“Bueno, aquí estás”, dijo, con los brazos extendidos. Durante el abrazo más extraño de mi vida, mi cuerpo zumbó y sintió un cosquilleo.

“Aquí estoy”, dije. “Y aquí estás tú”.

“Bueno, aquí estamos entonces”, contestó.

Dio un paso atrás, manteniendo sus manos en mis hombros. “Vaya, eres una persona”, respondí de modo estúpido. Aquí estaba él, en carne y hueso, con su fuerza vital rugiendo a través de mí.

“Hace décadas que no veo la cara de mi madre”, dijo, siendo testigo de cómo sus genes se extendían y expandían hacia el pasado y el futuro.

Nadando en las cálidas olas del Atlántico, aprendimos que compartíamos el mismo patrón de arrugas alrededor de los ojos, la misma extroversión y los mismos juanetes. En un muestrario de pintura, solo un color coincidía con el de nuestros ojos (algo así como “bruma aguamarina”). Mi corazón dio un vuelco de afecto.

Dos años y medio después, ya no estoy tan obsesionada. Frank y yo hemos tenido dos visitas en persona; HB y yo hemos tenido cinco. Mis cuatro hermanastros (y once nuevos sobrinos y cuatro cuñados) y yo estamos construyendo relaciones, alternando lo serio, lo tonto, lo íntimo y lo despreocupado. Nuestra cadena de mensajes de texto en grupo se llama “Familia Extendida” y a veces incluye simpáticos emoticonos de ADN.

No hay mucha sabiduría convencional sobre cómo tratar estas sorpresas de ADN cada vez más comunes, pero todos en nuestra historia parecen creer que la vida y la conexión humana deben celebrarse sin importar lo extraño de las circunstancias. Al fin y al cabo, nuestro progenitor es un nutricionista profesional de la fuerza vital, que ha dedicado su carrera a los embarazos de alto riesgo y a dar a luz a más de 10.000 bebés.

Frank me ha descrito sus sentimientos cuando nacieron sus hijos: “Es como un pudín instantáneo. Añade agua y remueve, y obtienes amor”. Pero con HB y conmigo, es más como: “Añade ciencia y remueve, y obtienes gran afinidad y cariño”.

Nadie ha dicho “te quiero”, al menos no todavía. Pero parece que todos seguimos diciendo “me gustas”, lo que parece más importante en este momento. Al encontrar a Frank y a los demás, HB y yo hemos vuelto al jardín.

Fuente: www.nytimes.com